miércoles, 23 de diciembre de 2009

Como un día de Agosto.

Leyendo algún cuestionario errante mi mente dejó que mi lado melancólico echase a correr por la realidad y de pronto, como hoy, se nubló y un fuerte viento sacudió mis pensamientos.
Aquel día, de adioses y lágrimas, de desdichas y rabietas yo había decidido no volver nunca a querer (o amar, o como quien quiera llamarlo, porque para mí lo que sentía no tenía nombre que diera la talla).
Qué era mi cuerpo sino un pedazo maltrecho de carne que sujetaba en el cuello una bufanda de tono gris. Qué era de mi alma desconsolada ante una avalancha de sensaciones contradictorias. En mi vida, en mi vida me había sentido tan perdido, tan desesperado, tan inhumanamente afectado por un hecho. No era el fin del mundo, precisamente. Pero de pronto me veía obligado a caer de lleno en el vaso medio lleno de la realidad, medio lleno y rebosante, exuberante en cosas que perdían todo matiz. Se volvían bufanda, se volvían gris. Cuánto pasó desde aquel día, ¿cuánto dolor? Porque el sufrimiento fue calculado y yo mismo me encargaba de hacerlo notar, con cada palpitar, con cada salida en el metro o con cada mirada parecida que se me cruzara.
...A esas alturas todo se me parecía. Todo se me hacía sabor de besos, sabor de caricías, todo era el sabor dulce de un suspiro que parecía huir con cada paso que daba.
Tan ciego era que no veía que esos suspiros no eran los que huían, era yo el que huía pavorido temiendo volver a sentirme así, lleno de todo. Porque sabía que con la misma y fría estadística de sentirme lleno, podía sentirme vacío.
Pero sentirme vacío era más sencillo, bastaba hacer lo que hice, bastaba hacer nada y de nada hacer poco.
Así, al mismo tiempo que mis sueños se hundían y mi cuerpo se estrellaba. En mi interior ardía una mezcla de sensaciones que ya no podían ser retenidas.

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